doxa.comunicación | 31, pp. 341-360 | 343

julio-diciembre de 2020

Lucia Ballesteros-Aguayo y Francisco Javier Escobar Borrego

ISSN: 1696-019X / e-ISSN: 2386-3978

Pues bien, la lengua solo atesora sentido en el seno de determinados hablantes que la materializan gracias a sus actos, por lo que el habla es el uso que ellos hacen de la lengua en un lugar y tiempo determinados. Lengua y habla, en suma, guardan reciprocidad, de forma que la lengua lo es por mor del habla y viceversa, y solo tienen sentido en esa estructura dicotómica.

Este esquema un tanto rígido fue modificado según Coseriu (1962) por Hjelmslev y Lotz en la denominada por Coseriu “Conferencia semántica” en 1951 en la que introducían la tríada sistema-norma-habla. En palabras de Coseriu (1962: 11):

[…] los profesores Hjelmslev, de Copenhague, y Lotz, de Nueva York (semantistas «intrínsecos» y representantes, en la conferencia, de la «dirección integral de la gramática general»), presentaron su posición resumida en un cuadro en el cual aparece la distinción de tres aspectos en el lenguaje esquema, norma establecida y parole (habla)–, en lugar de los dos ya tradicionales en la lingüística postsaussureana (aun en la que no acepta la doctrina del maestro ginebrino): langue y parole, lengua y habla (Sprache-Rede, language-speech).

Para ellos, en resumidas cuentas, el punto de intersección entre la lengua y el habla viene dado por el acto verbal.

Ahora bien, estas concepciones relacionadas con la parole, en el transcurso del tiempo fueron objeto de múltiples y ace-radas controversias, por lo que recientemente –eso sí, salvando las diferencias– destacados filósofos del lenguaje como Austin (1975) prefiere hablar de ‘realizativos’, Searle (1980) de ‘actos de habla’ y, en fin, Acero (1989) señala las proferencias en general para referirse a “[...] cualquier acto verbal consistente en la emisión (bien por medio de nuestro aparato fona-dor, bien por algún medio mecánico) o en la inscripción de un signo o conjunto de signos” (Acero et al., 1989: 33).

De una forma u otra, lo verdaderamente importante es que las reglas por las que se rige el hablante no son rígidas ni cons-triñen la comunicación, sino que la favorecen y permiten modificaciones que no alteran la esencia de la comprensión del mensaje, como afirma Coseriu (1962: 107):

En efecto, hemos visto que lo que se impone al hablante no es el sistema (que «se le ofrece»), sino la norma. Ahora bien, el hablante tiene conciencia del sistema, y lo utiliza, y, por otro lado, conoce o no conoce, obedece o no obedece la norma, aun manteniéndose dentro de las posibilidades del sistema […] De esta manera, el individuo hablante aparece como punto de partida también del cambio en el sistema, que empieza por el desconocimiento o la no-aceptación de la norma.

La capacidad creativa del hablante y, por ende, de la lengua es ilimitada para adaptarse a distintos entornos y favorecer de esta forma la comunicación.

En otras palabras, la comunicación solo resulta posible en términos de comprensión, por lo tanto, nos remite a profun-dizar en la interpretación como resultado del llamado giro lingüístico que autores como Gadamer (1998), Palmer (2002) y Lledó (2015) sostienen como claves axiales para interpretar las palabras escritas desde una línea hermenéutica; cierta-mente el interés de estos autores va dirigido al discurso escrito, no a su carácter de oralidad, porque:

Hermenéutica es el arte de entender, y el objeto de ese entender es el discurso escrito. Frente al discurso oral que agota la temporalidad en su fluencia, en su sucesiva y efímera simultaneidad, el escrito pierde, en cierto sentido, el carácter de inmediatez, eso que la filosofía analítica ha denominado lo ilocucionario, para insertarse en un ambiguo sistema de perlocución (Lledó, 2015: 49).