doxa.comunicación | nº 28, pp. 201-221 | 205
enero-junio de 2019
Estibaliz Linares Bahillo, Raquel Royo Prieto y María Silvestre Cabrera
ISSN: 1696-019X / e-ISSN: 2386-3978
2007; Ringrose y Renold, 2010), los esquemas de género instauran relaciones de poder y posiciones asimétricas que sitúan a la “masculinidad hegemónica”3 en la cúspide del “orden social”, de forma que toda persona que rompe y/o escapa de lo normativo queda estigmatizada (desde chicos que muestran ser sensibles, estudiosos u homosexuales, hasta cualquier chica que cuestione los mandatos de género, como exponer su sexualidad). Esta asimetría, legitimada y normalizada –tal y como Lagarde (1990)4 y De Beauvoir (1945) explican–, sustenta mecanismos concretos de poder y opresión contra las mu-jeres, como la violencia simbólica y explícita, o la opresión de la sexualidad femenina como dispositivo de control social.
Estas teorías constituyen bases teóricas relevantes para entender estas formas de violencia y sus causas intersubjetivas, lo que permite evitar discursos culpabilizadores y términos que no dan cuenta del verdadero carácter del fenómeno estudia-do. Por estos motivos, a continuación, se procede a elaborar y argumentar una terminología propia que introduzca y tenga como eje transversal la perspectiva de género y la lectura (ciber)feminista.
3. “Lo que no se nombra, no existe”. En búsqueda de una terminología que visibilice el origen de las (ciber)violencias que sufren las jóvenes
En primer lugar, a partir de la revisión bibliográfica realizada sobre la conceptualización de la violencia en el marco ci-bernético (Gobierno para la Violencia de Género, 2014; Buelga, Cava y Musitu, 2010; Buelga y Pons, 2011; Del Rey, Felipe y Ortega-Ruiz, 2012; Mitchell et al., 2016; Bartrina, 2014; Lenhart 2009; Strassberg, et al., 2012; Powell y Henry, 2014), se propone el término ciberacoso, dado que es un concepto global –no anglosajón–, y que se refiere a conductas realizadas en este ámbito que dan lugar a una relación asimétrica, en la que una persona ocupa una posición dominante, y hace que la otra asuma un rol de sumisión (Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, 2014).
En segundo lugar, al abordar una terminología concreta sobre el acoso que sufren las chicas jóvenes –que abarque los acosos anteriormente mencionados–, una de las pocas propuestas terminológicas encontradas es la establecida por la De-legación del Gobierno para la Violencia de Género (2014). Esta define el ciberacoso por razón de violencia de género como:
Aquellos comportamientos que, utilizando las TIC, tienen como objetivo la dominación, la discriminación y, en definitiva, el abuso de la posición de poder donde el hombre acosador tiene o ha tenido alguna relación afectiva o de pareja con la mujer acosada. Igualmente, este acoso debe ser repetitivo, no consentido, debe suponer una intromisión en la vida privada de la víctima y, el motivo de dicho acoso, debe estar relacionado en alguna medida con la relación afectiva que tienen o tuvieron acosador y acosada (Delegación del Gobierno para la Violencia de Género, 2014:27).
3 Estas explicaciones se estructuran a partir de la noción teórica de Connell (1995), que sostiene que las construcciones de género no son entes monolíticos, sino que deben comprenderse en su contexto sociocultural y económico, lo que da lugar a diferentes configuraciones según la cultura imperante. No obstante, la cultura occidental prescribe una “masculinidad hegemónica” –vinculada al hombre blanco, heterosexual, autoritario, con fuerza física y sexualmente activo– que ocupa el lugar preponderante en el orden de género. Esta domina a otras masculinidades subordinadas que rompen con estas normas y a cualquiera de las feminidades.
4 Lagarde (1990) y De Beauvoir (1945) entienden que la construcción femenina ha sido socialmente oprimida y dañada por la violencia estructural impuesta utilizando medios muy diversos como la subordinación de la sexualidad de las mujeres, la cosificación de sus cuerpos, la ideología de la maternidad intensiva, las violencias físicas... Asimismo, el sistema patriarcal ha otorgado atributos concretos a la feminidad como la dependencia de la mirada ajena (especialmente de la masculina), que ha sustentado una rivalidad femenina, así como una dicotomía entre “buenas” –o feminidades recalcadas como establecería Connell (1995)– y “malas” mujeres, que establece una distinción entre los arquetipos femeninos más próximos a la normatividad patriarcal, y los alejados de esta, que son estigmatizados y condenados socialmente.