260 | 31, pp. 251-264 | doxa.comunicación

julio-diciembre de 2020

Dos calas en el discurso del odio al andaluz, de la tradición libresca a la prensa digital

ISSN: 1696-019X / e-ISSN: 2386-3978

por un lado, la confusión terminológica presente en la ciudadanía en torno a la definición del andaluz; por otro, el des-precio absoluto de la variedad y la discriminación a sus hablantes; y, finalmente, el menosprecio de quienes hablan otras variantes del español de España diferentes a la castellana por su idiosincrasia lingüística.

No existe consenso sobre cómo debe caracterizarse el andaluz (lengua, dialecto, habla, modalidad o variedad lingüística). Ni tan siquiera hay acuerdo en reconocerlo como una unidad, más allá de los estudios lingüísticos que dividen Andalucía en una región oriental y otra occidental. La variedad terminológica, que Elena Méndez García de Paredes define como “lastre teórico y conceptual” (2003: 216), es transmitida a la población por medio de la educación y por ende los libros de texto escolares, que emplean una terminología que no contribuye a erradicar las desigualdades y discriminaciones por razón de lengua. En los comentarios recopilados hemos podido evidenciar dicha indeterminación. A la pregunta de qué es el andaluz, la mayoría comenta que es un “acento”; y, en menor medida, “dialecto”; y, aún menos, “habla”.

Los conceptos de lengua, dialecto y habla ocultan un trasfondo ideológico empleado habitualmente con fines discrimina-torios. A esta discriminación contribuye ese constructo idealista y ficticio que es el de la lengua estándar, al que el andaluz y el resto de variedades quedan supeditados. El hecho de que la variedad castellana sea la que históricamente se ha difun-dido de forma mayoritaria e impuesto por distintas razones ideológicas ha dado lugar a que gran parte de los españoles, entre ellos los andaluces, escuchen con desagrado otras variedades de la misma lengua, al igual que ciudadanos profanos en asuntos lingüísticos traten de erigirse, con sus opiniones, en expertos que juzgan a quienes se alejan del estándar, próximo a, pero no identificado con, la variedad castellana. De ahí que existan opiniones peyorativas como las siguientes:

Ahora resulta que el Andaluz es un dialecto... en vez de un castellano mal hablado (El Mundo, 01.08.2017).

El andaluz es una deformacion del castellano. No es un dialecto (El Español, 01.08.2017).

Ni el andaluz ni el canario son el idioma español, sino aberraciones del mismo (Voz Libre, 28.08.2014).

[N]o hay forma de entender a un andaluz hablando (El Mundo, 01.08.2017).

Del mismo modo –sin ánimo de insultar, pero con una evidente superioridad– hay otros usuarios que definen el “acento andaluz” como “gracioso”, “peculiar” o “curioso”. Es primordial dejar patente que las burlas no van dirigidas al andaluz como variedad lingüística sino a las personas, de manera que son sus hablantes los despreciados e infravalorados. El problema es poliédrico y, por lo tanto, su análisis es abordado por lingüistas, pero también por sociólogos, antropólogos, filósofos…; en definitiva, todos aquellos cultivadores de las ciencias humanas que persiguen como objeto de estudio las interacciones sociales en relación con determinadas variables. Sin duda, tras el desprestigio del andaluz no existen razones lingüísticas, sino más bien sociopolíticas, pues debemos tener presente que “language ideologies represent the perception of language and discourse that is constructed in the interest of a specific social or cultural group” (Kroskrity, 2004: 501).

Estas ideologías, una vez creadas, se perpetúan, se extienden y son muy difíciles de erradicar, aún más cuando el grupo que sufre la opresión colabora como parte implicada. De hecho, sobre esta realidad también hemos encontrado nume-rosos testimonios de personas que se definen como andaluzas y se avergüenzan de la forma como se habla en Andalucía. Parecen ser estas víctimas cómplices, colaboradores necesarios en la perpetuación de la idea de que se habla mal en la región. Por todo ello, coincidimos con Pierre Bourdieu (2008: 29) cuando afirma que “[c]ualquier dominación simbólica