doxa.comunicación | 27, pp. 99-120 | 107

julio-diciembre de 2018

Juan Carlos Córdoba Laguna

ISSN: 1696-019X / e-ISSN: 2386-3978

La postmodernidad, aunque hedonista e individualista, propone otras formas de socialización más diversas, resultado, en parte, de los crecientes volúmenes de información que circulan, los cuales, ante la imposibilidad de ser procesados, crean apatía y banalización colectiva; por su parte, adquiere valor lo privado, el aquí y el ahora se presentan sin importar su his-toricidad, lo que desemboca en un aleccionamiento colectivo:

“El amaestramiento social ya no se realiza por imposición disciplinaria ni tan sólo por sublimación, se efectúa ahora por autoseducción. El narcisismo, nueva tecnología de control flexible y autogestionado, socializa desocializando, pone de acuerdo a los individuos con un sistema social pulverizado, mientras glorifica el reino de la expansión del ego puro…” (Lipovetsky, 1985: 55).

Aunque Colombia tiene puntos de coincidencia con las ideas Lipovetsky, el país está distante de conseguir una pacificación o de ser un área segura y, posiblemente, la diferencia que más lo aleja de esa propuesta de sociedad postmoderna son los niveles educativos que, aunque mejoran, aún no permiten hablar de una población que, de forma masiva, está educada con los argumentos necesarios para criticar su propio sistema, lo que facilita su manipulación. En 2015, el Index of Igno-rance ubicó a Colombia en el sexto lugar en un estudio realizado en 33 países.

Los medios de comunicación colombianos han hecho una separación de lo bueno y lo malo, acercándola a lo políticamen-te correcto. El poder de los enemigos que el sistema tiene que enfrentar justifica resultados de muerte, destrucción y po-breza, que no serían tan grandes, según el mismo Estado y sus aparatos de propaganda, si este no tuviera como prioridad controlar estos enemigos, principio que coincide con la propuesta de Guy Debord: “Esta democracia tan perfecta fabrica ella misma su inconcebible enemigo, el terrorismo. En efecto, prefiere que se la juzgue por sus enemigos más que por sus resultados” (1990, pág. 36).

Debord (1990) describe el recorrido histórico que confluye en el siglo XXI en una sociedad que tiene el espectáculo como uno de sus grandes artículos de consumo, inclusive en la política, la cual busca manipular a los ciudadanos utilizando al espectáculo como herramienta:

“No es un suplemento al mundo real, su decoración sobre añadida. Es el corazón del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de diversiones, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante” (Debord, 2008: tesis 6).

En Colombia, los medios de comunicación son parte de grupos económicos; a pesar de pregonar su función social, tam-bién es evidente su necesidad de conquistar audiencias para asegurar un lucro económico; por otra parte, la existencia de un conflicto violento produce una materia prima informativa factible de ser mostrada de forma espectacular, lo que la convierte en la fórmula segura para transformarla en dinero, lo cual, a su vez, ha creado un público con características precisas para consumir sus productos, como resultado de haber sido dirigido en esta dirección.

Debord advierte cómo la interacción social pasa a ser mediada por el espectáculo, y este se convierte en el posibilitador de nexos sociales, lo que origina que el espacio social tienda a desaparecer. A pesar de que el pensamiento de este autor es pre-vio al auge de la masificación de las redes, se mantiene el principio de que: el espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre personas, mediatizada por las imágenes (Debord, 2008: tesis 4).