doxa.comunicación | 28, pp. 17-36 | 21

enero-junio de 2019

Juan Luis Manfredi Sánchez y Luis Mauricio Calvo Rubio

ISSN: 1696-019X / e-ISSN: 2386-3978

encaja con un modelo de cultura política abierto a la participación, en tanto que el gobierno no es el actor principal de la política. El neoinstitucionalismo aboga por la redistribución de los recursos y las capacidades de modo que la sociedad y el mercado capturen más esferas de poder. Es un reto de coordinación, que afecta sobre todo a las instituciones locales, en contacto directo con el interesado (empresa privada, ONG, grupo de interés) y con los vecinos, que pueden organizarse para la defensa de sus intereses al margen de las estructuras convencionales de sindicato y partido.

Desde el punto de vista de la comunicación, la cooperación y la contribución del usuario mejora y crea un nuevo tipo de producto y servicio. En la denominada “economía de la participación” el consumo simbólico consiste en la necesidad de compartir los contenidos, recomendar unas iniciativas en detrimento de otras o promover unas ideas concretas (Noguera, 2018).

El proceso de participación no es gratuito y encuentra algunas externalidades negativas. Según Manin (2005), la partici-pación conduce a la polarización y el refuerzo de las tendencias mayoritarias, aquellas que pueden agregar más volun-tades. Asimismo, la participación voluntaria es, por su propia naturaleza, un esfuerzo extraordinario que no garantiza la representatividad y el pluralismo social. Los voluntarios participan de forma deliberada. Para aminorar este riesgo, Mañas (2012) plantea que los temas se ordenen tras un periodo de sondeo deliberativo que garantice la igualdad de oportunida-des y contribuya a superar el dilema entre la igualdad política y la deliberación.

Asimismo, la participación social tiene que explicarse en perspectiva histórica o, al menos, contextual. Esta idea sostiene que las instituciones públicas tienen obligaciones de naturaleza documental para mejorar la rendición de cuentas, conocer la evolución de una posición política, documentar la actividad política, transparentar las relaciones económicas (subvencio-nes, ayudas) y avanzar socialmente. En su dimensión digital, la memoria institucional obliga a la creación de bases de datos, a la ordenación de la información, a la generación y distribución de listas o claves de acceso, entre otras medidas.

La encuesta deliberativa consiste en una técnica de recogida de datos cuyo objetivo principal es la obtención de infor-mación del estado general de opinión de la población respecto a un tema, una vez satisfechos los requisitos de informa-ción y debate (Fishkin, 1995). Para Fishkin y Luskin (2005: 285), la deliberación debe ser un proceso de intercambio de argumentos que debe cumplir cinco condiciones. Debe ser “informado”, por cuanto los argumentos han de apoyarse en hechos razonablemente precisos y apropiados, y también “equilibrado”, confrontando distintos puntos de vista. Además, los participantes han de hablar y escuchar con civismo y respeto. En cuarto lugar, los autores hablan de una necesaria “sustantividad” para referirse a que los argumentos deben ser considerados por su fondo, no por la forma de expresarlos o por quien los presente. Por último, ha de ser exhaustivo, dando cabida a todos los puntos de vista que representen a una parte significativa de la población.

El procedimiento consta de tres fases (Cuesta, Font, Ganuza, Gómez y Pasadas, 2008). La primera consiste en la realiza-ción de una encuesta de opinión a una muestra representativa de la población de interés que trata de capturar las inquie-tudes y las necesidades de la vida cotidiana. El ciudadano, usuario real de las infraestructuras, conoce las debilidades, las demandas o los pequeños cambios que podrían mejorar el entorno urbano.

La segunda etapa organiza un periodo para el recuerdo y refuerzo de la participación. Tiene como finalidad motivar la participación vecinal, promover los grupos de trabajo y asegurarse de la vigencia de los valores reflejados en las encuestas.