doxa.comunicación | 29, pp. 139-159 | 149

julio-diciembre de 2019

Cristina San José de la Rosa, Mercedes Miguel Borrás y Alicia Gil Torres

ISSN: 1696-019X / e-ISSN: 2386-3978

Andrea Caracortada (Victoria Abril) es en Kika una extravagante comunicadora, un personaje irreal y esperpéntico que se utiliza para satirizar el periodismo amarillo, tan exagerado que roza la locura. Ofrece una inusual imagen con su equi-pamiento cuando está en la calle y también con sus llamativos vestidos góticos en el plató del programa. Si su físico es llamativo, no menos provocadoras son sus intervenciones ante la cámara. La primera aparición se produce en el plató de televisión, momento en el que ya se detecta el tono de sus informaciones. “Una mujer se quema a lo bonzo en el despacho de un director del banco BVB después de que le denegaran un préstamo de 800.000 pesetas”. Tras sus palabras da paso a unas imágenes en las que Andrea aborda a una mujer que se dirige a visitar una tumba:

Andrea: Perdone, ¿qué razones tenía su hija para suicidarse?

Mujer: Déjeme, por favor.

Andrea: ¿La niña era feliz? ¿Cómo era el ambiente familiar?

Mujer: ¿Cómo quiere que fuera? Un infierno por culpa de mi marido. Hace un año abusó de ella. (TC: 00:18:03)

En otro reportaje se sumerge en casa de Kika, que acaba de ser violada por Paul Bazzo, e incluso ante la presencia de los dos agentes, que encarnan la inutilidad policial, se dirige a la víctima, momento en el que se comprueba de nuevo la persua-sión para conseguir sus objetivos. “Que le hayan violado no le da derecho a ser una borde”, le recrimina cuando la agredida quiere cerrar la puerta. Una obsesión por captar el titular que se repite en la escena final de la película cuando muere por conseguir unas palabras del asesino Nicholas, que finalmente también acaba con la vida de ella. Una carrera por el morbo y la audiencia que coloca a Andrea con su extraño comportamiento entre las más villanas.

En Una chica entre un millón, Miguel Robles (Juanjo Puigcorbé) escucha la televisión desde su lujoso coche con un progra-ma en la pantalla en el que los contertulios aseguran que ha pactado un matrimonio de conveniencia para unir su tele a la de su futuro suegro. Vive por y para su trabajo y sabe engañar a quien sea para conseguir sus objetivos, también a su novia, con la que se presenta dócil y sumiso aunque realmente no tiene ilusión alguna por la boda. Su novia le acusa de egoísta y él se defiende:

Estoy en un mundo de tiburones y mi acto reflejo es la dentellada (TC: 00:17:06).

Es calculador e inteligente y no se fía ni del padre de su pareja. “Al casarte con mi hija serás el gran hombre de la televisión, puedes acabar con Televisión Nacional”, le recuerda su futuro suegro. Incluso hay un momento en el que está a punto de perder un anunciante de 10.000 millones de pesetas y pronto piensa en su suegro como culpable. “Aún no estoy casado. Por 10.000 millones es capaz de vender su alma”. Un villano como también lo es él mismo.

El hundimiento del Titanic cuenta con Albert Planes (Sergi Mateu), que propone impulsar la emisora con una fusión con otra cadena y para anunciarlo organiza una fiesta en las instalaciones de la misma emisora, concretamente en la antigua sala en la que se celebraban 20 años atrás los programas de radio con público. Es el que encabeza la fiesta de presentación de la nueva radio tras la fusión en el que apuesta por una radio “veraz y seria”. Pero falla en su vida privada puesto que es mentiroso, engaña a su esposa con su compañera de programa, coquetea con otra mujer y es un infiel sin escrúpulos porque la persona con la que traiciona a su esposa es la pareja de su mejor amigo. Aunque en menor medida, aparecen definidos el resto de trabajadores, un grupo de inmaduros que solo piensan en fumar droga en la redacción. Hay además periodistas que se encargan de cubrir la información de la fusión empresarial de las radios y uno de esos fotógrafos capta