Abstract
El Viejo Continente, tradicional sinónimo de Europa –aunque geográficamente no sea un verdade ro «continente», sino el extremo Oeste de Eurasia– ha sido en los últimos siglos el adelantado del mundo en muchas cosas, y también en tendencias demográficas. Entre los siglos xvii y xix, ambos incluidos, el crecimiento de la población europea fue mucho mayor en términos relativos que el del resto del mundo, un fenómeno ligado a la extraordinaria transformación que sufrió Europa con la revolución industrial y al enorme incremento de los recursos disponibles, los cuales, malgré le lugubre Malthus, crecieron mucho más que la población, así como a la esperanza de vida ganada. Y la población habría crecido aún más sin la abundante emigración europea hacia otras partes del mundo, en especial a las Américas. Pero en el siglo xx cambiaron las tornas, principalmente por el desplome de la fecundidad, y la po blación europea aumentó proporcionalmente menos, lo cual se ha acentuado en lo que llevamos de siglo xxi. También en el resto del mundo el crecimiento demográfico se está ralentizando porque la caída de la fecundidad desde 1960-1970 ha sido universal, incluyendo el África subsahariana. Una fecundidad persistentemente baja ha hecho de Europa la región geográfica con la población más envejecida del mundo. Por otro lado, su esperanza de vida está a la cabeza del mundo. El Viejo Continente es ahora el «continente viejo». Y sin la abundante inmigración neta recibida de África y Asia (y en menor medida, de Iberoamérica) desde mediados del siglo xx, la población de Europa estaría disminuyendo desde hace lustros. España sigue esas tendencias generales, si bien empeora los niveles medios europeos en materia de (baja) fecundidad y, por tanto, aumenta la tendencia al envejecimiento. España también tiene una muy alta esperanza de vida. España presenta pautas singulares en inmigración por el peso de la procedente de Hispanoamérica, con elevadísimas tasas de paro inmigrante, pese a lo cual sigue recibiendo extranjeros. También Alemania e Italia, entre los grandes países europeos, presentan niveles elevados de enveje cimiento y diferencias negativas y persistentes pérdidas entre nacimientos y fallecimientos. Mención especial merecen Rusia y Ucrania, de triste actualidad desde la brutal invasión de la segunda por la primera, y los países que formaban la antigua Unión Soviética. Las ex-repúblicas soviéticas que pertenecen a lo que comúnmente llamamos «Europa», esto es, las de raíces cristianas, han expe rimentado enormes mermas de población por haber tenido más defunciones que nacimientos. En la gran mayoría de ellos esas pérdidas se han visto agravadas por la emigración hacia la Federación Rusa o hacia otros países europeos. En cambio, las antiguas repúblicas soviéticas de mayoría musulmana y ubicación geográfica asiáti ca han experimentado fuertes crecimientos de población desde la caída del comunismo, por haber tenido una fecundidad superior a la de reemplazo (2,05 hijos por mujer), y ello pese a que una parte de esa población ha sido drenada por emigración. En la Europa del Este (en lo que antes se llamaban «países satélites» de la Unión Soviética) se han producido en las últimas décadas grandes déficits de nacimientos en relación con las defunciones, producto de tasas de fecundidad bajas, razón por la cual algunos de estos países, y en concreto Hungría y Polonia, han puesto en marcha planes muy ambiciosos de estímulo a la natalidad, cons cientes de la caída demográfica que produce que haya más muertes que nacimientos. Finalmente, en materia de nupcialidad y «divorcialidad» en toda Europa ha habido una tendencia en los últimos 50-60 años a que haya muchas menos bodas por 1.000 habitantes que antaño. Por otro lado, quienes se casan lo hacen mucho más mayores de lo que era tradicional. También hay altas tasas de divorcio. Existe hoy un elevadísimo porcentaje hijos de una mujer no casada.