doxa.comunicación | 30, pp. 19-36 | 21

enero-junio de 2020

Esmeralda Balaguer García

ISSN: 1696-019X / e-ISSN: 2386-3978

se imponen al individuo. Si aquel que ejerce el mando quiere conservarlo, no podrá ir en contra de esta opinión pública, porque es el verdadero origen del poder público.

La pretensión de este artículo es la de trazar una radiografía de la opinión pública. Muchas son las preguntas que origina este concepto: quién es el sujeto de la opinión pública, qué fundamenta, en qué consiste su poder, cuánto dura en el tiem-po, o dicho de otro modo, de qué depende su vigencia. Sea lo que sea la opinión pública, puede ser contraria a la opinión particular pero no necesariamente contraria, pues la opinión particular, ostentada por el filósofo hasta sus últimas con-secuencias, debe ser la opinión que se filtre en el espíritu de ese tiempo y con el uso se corone como opinión pública. Este sería el mecanismo natural de la constitución de la opinión pública; esta debe manar de una opinión particular elaborada y en cierto modo “verdadera”, en tanto que es la expresión del verdadero ser de las cosas. Todo esto será desarrollado en el apartado segundo.

El filósofo, como sostenía Nietzsche, nos educa contra nuestra época, contra la opinión pública, existe para que apren-damos a vivir con lo intempestivo de la vida y del pensamiento, para que el naufragio sea un movimiento natatorio cons-tante y en la medida en que trata esto su vida corre peligro y, como señala la cita que abre este artículo, en consecuencia, es un hombre odiado. Este carácter del filósofo se asemeja a la figura del profeta que predica en desierto, figura a la que Ortega recurre en varias ocasiones y que está presente en el horizonte de pensamiento de los intelectuales de su época.

Podríamos perfilar la imagen del profeta para Ortega a partir de dos ideas: 1. “Un profeta ‘pura sangre’ no se contenta con menos que con poner las cosas del revés” (Ortega, 2004-2010, t. V: 614). O dicho de otro modo, el profeta-filósofo lo re-mueve todo y cuestiona todo. El profeta es profeta contra, sostiene Ortega, al igual que todo pensador. El profeta-filósofo lo es contra la “opinión pública”; 2. “Pero no hay destino más melancólico y más superfluo que el del profeta. Casandra, la primera profetisa, recibió de Apolo el don de prever el futuro y vaticinarlo con una condición: que nadie le hiciese caso” (Ortega, 2004-2010, t. VI: 947). El destino del profeta-filósofo es predicar en desierto, no ser escuchado e incluso ser odiado porque su tarea es la de aguijonear a todo aquel que se duerma frente su existencia. Ortega establece una clara distinción entre el profeta y el político, al igual que entre el filósofo y el político, pero insisto que profeta y filósofo son sinónimos en este contexto. Si el político manda y dirige a la muchedumbre, el profeta en cambio impera sobre las con-ciencias y administra la divinidad (Ortega, 2004-2010, t. III: 901). En La rebelión de las masas, Ortega vuelve a exponer esta distinción a propósito de la idea del profeta como consejero del político, o dicho de otro modo, para que el político pueda gobernar con rectitud es necesario que atienda a lo que el profeta-filósofo tenga que decir.

Eludo precisar a qué gremio pertenecían los profetas. Baste decir que en la fauna humana representan la especie más opuesta al político. Siempre será éste quien deba gobernar, y no el profeta; pero importa mucho a los destinos humanos que el político oiga siempre lo que el profeta grita o insinúa. Todas las grandes épocas de la historia han nacido de la sutil colaboración entre esos dos tipos de hombre. Y tal vez una de las causas profundas del actual desconcierto sea que desde hace dos generaciones los políticos se han declarado independientes y han cancelado esa colaboración (Ortega, 2004-2010, t. IV: 510).

Esta es una idea que ya encontramos en De Europae dissidiis et Republica, donde, el filósofo y humanista valenciano Juan Luis Vives, sostiene que el filósofo debe convertirse en el consejero del rey si quiere sobrevivir en la fauna humana. Vives